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martes, 12 de febrero de 2019

Llueve semen en mi jardín (IV)

"Llueve semen en mi jardín" de la antología erótica "Susúrrame entre las piernas"


Capítulo final: Post - pucio


Me despierto, esta vez de verdad, en una roñosa cama de un hospital decadente, rodeado de tubos y máquinas, de ojos y bocas que miran y hablan, pero que no significan nada para mí. Hay unos cuantos doctores a mi lado, visiblemente contentos de no encontrarse con un cadáver sobre la cama, supongo que porque así pueden seguir exprimiendo mi sangre un poco más antes de que muera. No paran de felicitarme y de decir lo contentos que están por mi recuperación y que harán todo lo que puedan para que esté mejor. Puesto que lo mencionan decido pedirles que me metan una sobredosis de cualquier cosa, para no sentir más dolor e irme en paz, pero me lo niegan porque les parece demasiado inhumano. Prefieren dejarme morir solo en mi dolor, en vez de hacerlo feliz y en mi mundo, solo por no tener que cargar con una mancha en su impoluta moral hipócrita. Dadme un buen chute joder, y dejad ya de alargar las vidas de la gente sin su consentimiento. Me preguntan por la familia, amigos, pareja... alguien que me haga compañía en mis últimas horas, a lo que no me digno ni a responder. Cómo va a soportarme nadie, si ni yo soy capaz de hacerlo. En ese momento me fijo en un ramo de flores que hay en una mesita al lado de mi cama, un poco reseco por el paso del tiempo, el cual, sorprendentemente, podría ser para mí, ya que por lo visto llevo tiempo atado a esta camilla en un estado casi comatoso por culpa de la neumonía, las fiebres mentales y los delirios. Pero... ¿quién coño me mandaría flores? ¿Quién puede acordarse de mí todavía? Pensaba que estaba completamente solo en este inmundo mundo, pero parece que me equivocaba. Puede que haya un antiguo amor esperando ansiosamente a que no me muera, o algún viejo colega que espera con la mano en la jarra desesperando para brindar conmigo, u otra bestia herida y maldita que lo único que quiere es no morir en soledad. Y, en un instante, ya no me siento tan deprimido. Me dan igual la tristeza, la soledad, los malditos matasanos y sus intentos de lobotomización... me importa una puta mierda ahora mismo. Hay alguien... Por fin puedo desconectar un poco de mi habitual odio propio para pensar algo positivo, en algo que podría alegrar ligeramente lo poco que me queda de vida. Por fin veo una luz que alumbre este jodido túnel y me haga ver que hay una pequeña posibilidad, una mínima esperanza de no acabar mi vida solo, deprimido y con ganas de morir como un perro apaleado y abandonando. La puta chusma sigue hablando sin parar sobre que estoy hecho una mierda, que tengo que cambiar mis hábitos, dejar mis vicios y que, resumiendo, estoy más muerto que vivo. Contengo mis ganas de escupirles a la cara con el único deseo de que se vayan pronto al infierno para que pueda ver de quién son las flores. Siguen soltando bazofia por la boca durante un buen rato, pero me cuesta tomarlos en serio, sobre todo cuando me miran con los ojos inyectados en dinero. Tienen una extraña mirada que sugiere que se quieren morir y, a la vez, me quieren asesinar. Les sigo la corriente sin escuchar ni lo que dicen, como se hace con los locos y empiezo a hacer ademanes de estar cansado. Parece que cogen la indirecta y deciden dejarme en paz, para que pueda poner fin a la puta incertidumbre. Pero, cuando me encuentro solo, me avasallan un montón de dudas, de temores, de miedos irracionales y absurdos que me impiden acercarme a aquello que claramente deseo, como si fuera una nueva forma de boicotearme a mí mismo. Medito profundamente sobre lo que debería hacer pero, como pensar no es lo mío, decido abalanzarme como un poseso a leer la puta tarjetita y lo que pone me deja muerto: “Para la mejor abuela del mundo. Esperamos que te recuperes pronto”. Menuda mierda, ni siquiera era para mí. Caigo rendido en la cama, derrotado, sin fuerzas ya ni para morirme, consciente de que estaré por y para siempre solo. Ese pequeño subidón que he experimentado antes ha servido únicamente para que la depresión de ahora sea mayor. Ni siquiera he tenido tiempo para ilusionarme ni fantasear. Solo el tiempo justo para que mi mente pudiera tener alguna clase de felicidad que poder destruir, por ínfima que sea. Decido esperar a que se haga un poco más de noche y a que haya menos movimiento en el hospital, para escaparme a hurtadillas de este horror camuflado de medicina en el que estoy recluido y poner fin a todo de una puta vez. 

Me levanto de mi cama pasada la medianoche y salgo de mi habitación lo más sigiloso posible. Los pasillos parecen desiertos así que me aventuro a vagar por ellos buscando la salida. Voy poco a poco explorando lentamente cada rincón, hasta que un par de médicos que están charlando en una esquina hacen que me detenga con un sobresalto. Me fijo en las ropas que llevo por primera vez y me doy cuenta de que así no voy a conseguir escapar, ya que parezco más un demente peligroso salido de un psiquiátrico que una inofensiva persona corriente que sale de visitar a un pariente. Decido volver por donde he venido, para ver si encuentro una forma de pasar desapercibido y me meto en la primera habitación que encuentro. Dentro mantienen caliente a un cadáver lo justo para que parezca que está vivo, pero no parece que funcione demasiado. Me pongo su ropa que está tirada en una silla, que consta de una añeja chaqueta con olor a muerto y unos pantalones de los que hacen tope con el sobaco y salgo de la habitación con total disimulo. Paso por delante de los médicos, que siguen cotilleando sobre algún pobre desgraciado, saludándoles amablemente, y sigo mi camino hacia la salida. Una vez fuera acelero el paso esperando oír tras de mí a una voz que me grite que me pare, pero me salgo con la mía. Me meto las manos en los bolsillos instintivamente, esperando encontrarme con mi habitual cajetilla destrozada de tabaco, pero me sorprendo al encontrar una billetera con almas de judíos impresos en papel con valor de 10.000 euros. Joder... a ver si al final va a resultar que es mí día de suerte y todo. 

Camino un buen rato por las oscuras y solitarias calles de la ciudad, hasta que encuentro un bar lo suficientemente turbio y deprimente como para que un despojo como yo no dé el cante. Me siento en la barra, que está repleta de perdedores como yo y empiezo a beber whixkys hasta que pierdo un poco la noción de quién soy. Me compro un par de paquetes de Winston, mientras la melodía “no es para ti, no es para ti, es para hombres” retumba en las paredes de mi cráneo, y me largo de ahí con un último trago en la mano. Me dirijo hacia Las Cortes, también conocida como “la calle de las putas”, para fundirme el dinero que me quema los bolsillos. Me cruzo con unos cuantos borrachos insoportables que afianzan en mayor grado el inmenso odio que siento hacia la raza humana y pasan por mi lado como si yo fuera de otra especie, cosa que no dudo, claro, viendo su comportamiento y sus pintas. Sigo caminando pensando en mis putas chorradas y evitando cruzarme con más gentuza como esa, pero parece bastante complicado entre tanto universitario alcoholizado. Casi acabo a ostias con unos spiteros mugrosos salidos de algún antro del inframundo, pero salgo corriendo antes de que me linchen y me roben toda la pasta. Llego a mi destino a duras penas, prácticamente muerto por el esfuerzo, y me decepciona el poco movimiento que hay en las calles. Para una vez que tengo dinero y no tengo que pedir fiado... Decido no pasar por los bares de gaupaseros de Bilbi, no vaya a ser que haya algún bastardo al que debería ignorar. Me adentro en Cortes dando tumbos, buscando en cada esquina un poco de alimento para mi alma, hago un alto a mitad de calle para echar la pota y, cuando levanto la cabeza, veo a lo lejos la silueta de una mujer que se confunde con la noche, cuyas largas piernas taconean una deliciosa melodía contra el suelo. Me acerco intentando ocultar los hilillos de bilis que me caen de las comisuras y la saludo sin abrir demasiado la boca, por si las moscas. Ella me responde cariñosamente y me llama cosas como “guapo” y “cielo”, palabras que ningún ser humano me las dirigiría sin tener una pistola apuntando a su nuca, o sin tener algún interés oculto. La acompaño hasta un ruinoso portal, que culmina en una casa aún más ruinosa, y me invita a ponerme cómodo.

― Puedes tumbarte en la cama si quieres. Espero que estés limpio...
― Pues la verdad es que no... pero no te preocupes. No quiero follar. Solo necesito un poco de compañía, no sentirme solo... 
― ¿Seguro? Yo te voy a cobrar igual eh.
― No importa. Solo necesito... yo solo... solo...
― ¿Estás bien? ¿No deberías ir a un hospital?
― Ni de coña. Con lo que me ha costado escapar. 
― Bueno... tú mismo con tu onanismo. 

Me agarra de los hombros suavemente, mientras me mira dulcemente a los ojos, y empieza a quitarme la chaqueta de viejo que llevo, dejando al descubierto la ropa de paciente, que hace que me sonroje un poco, pero a la que Ella le quita importancia con una sonrisa. Se quita la blusa, dejando en libertad sus dos preciosas tetas, y empieza a quitarse sus ceñidos pantalones vaqueros. Yo la sigo, dejando caer mis pantalones contra el suelo. Ella se asusta cuando ve mi radiante escroto forjado a fuego por las venéreas, yo me asusto cuando veo que el cipote que se trae entre las piernas es sobradamente mayor que el mío y nos echamos a reír. Una vez roto el hielo, me hace un gesto para que me tumbe en la cama, mientras saca un par de cervezas calientes y me pasa una. Charlamos plácidamente a la luz de la luna sobre la dureza de nuestras vidas, apoyándonos mutuamente entre susurros, confesiones y abrazos, mientras bebemos una tras otra todas las botellas que saca de su escondite. Ni siquiera hablamos de dinero. No parece importarle que vaya a cobrar esta noche o no, o quizá considera que soy fiable, cuando ni yo mismo lo creo, pero ni lo menciona. Pasamos una de las noches más agradables de nuestras vidas, sin hacer otra cosa que estar, dejando correr las horas hasta que el sol nos interrumpe con su odiosa alegría. Ella se disculpa para ir al baño a prepararse para una nueva jornada, y yo aprovecho el momento para escapar. Le dejo casi todo el dinero que le robé al viejo moribundo, porqué mi destino no va a cambiar solo por tener unos cuantos miles en el bolsillo, y se lo dejo en su mesita con una nota de despedida que también podría considerarse una nota de suicidio. Salgo de su casa a traición, casi corriendo, para alejarme de todo y poder morir yo solo, sin molestar ni salpicar a nadie. 

Me gasto todo el dinero que tengo en comprar provisiones, que al final se reduce a vino barato para soportar mejor el frío, y me dirijo hacia alguna fábrica ruinosa y abandonada de la zona de Olabeaga. Voy siguiendo la ría como lo había hecho tantas y tantas veces, la mayoría de veces completamente desfasado, despidiéndome mentalmente de todos aquellos lugares en los que he malgastado algunos de los momentos de mi vida. Me cruzo con los caminantes sin cerebro que pasean tranquilamente ajenos al sufrimiento humano, absortos en sus vidas de mierda y con sus expresiones de ausencia de vida propia, y me satisface al menos el saber que no tendré que volver a pasar por esto otra vez. Todos me miran con superioridad, pensando que son más que yo, cuando en realidad, son mucho menos. Menos personas, menos animales, menos decentes, menos locos y, en definitiva, menos humanos. Me encantaría despellejarlos a todos, quitarles toda la piel, todo ese exoesqueleto de basura que crean a su alrededor para sentirse más seguros, más aceptados, y mirar debajo a ver si son de carne como yo, de huesos como yo, de sangre y órganos como yo. Me gustaría saber si tienen alma, si todavía guardan dentro algún rastro de pureza o si por el contrario han corrompido sus entrañas por completo. Me encantaría poder hacerlo, de verdad, pero para eso tendría que relacionarme con gente, y eso es algo que odio demasiado. Tampoco sería mucho, solo hasta que murieran, pero ya me parece mucho. Si solo de pasar por su lado se me eriza el puto ojete. Prefiero aislarme de todo eso, de toda esa ponzoña que se contagian entre ellos, para no acabar como un puto descerebrado más en un mundo de lunáticos. Prefiero elegir por mi propia cuenta la forma en la que me extinguiré, como una bestia única y maravillosa que es acorralada y atormentada eternamente, a la que solo le queda la opción de rendirse y dejarse morir, ante la horrible perspectiva de dejarse cazar. O como un sucio y asqueroso zurullo que se pierde por un desagüe, sin que nadie sepa a dónde va a ir a parar, ni le importe, desvaneciéndose en un mar de desechos sociales donde se perderá para siempre mientras el mundo sigue girando y la mierda sigue rebosando. Sea como sea la decisión está tomada. Esta vez beberé de verdad hasta mi aniquilación, y no habrá vuelta atrás.

He encontrado un antro adecuado para mí, parece que lleve siglos destruido y está completamente lleno de basura, justo como yo. Me pongo cómodo entre la inmundicia, que me hace sentir como en casa y abro un Don Simón para entrar en calor. Me siento bastante bien en general, y conmigo mismo en particular, así que decido darme un respiro por una vez en mi vida e intentar llevarme bien con mis pensamientos hasta que se apaguen las luces. Dejo de pensar en todo, y dejo que el sonido del vino moviéndose sea lo único que me acompañe. Pero alguien fastidia mis planes. Parece que me he metido en la casa de otro vagabundo y que toda esta porquería pertenece a alguien. Me dice que no le gustan los extraños, y menos en su casa, pero en vez de echarme, me roba un trago, se sienta a mi lado y se pone a charlar. Me toca bastante las pelotas que hasta en el último momento haya alguien que me amargue la existencia, y empiezo a cabrearme, pero el tipo parece bastante hospitalario, me pasa un trozo de queso y un cuchillo y me dice que no me corte, lo que causa una reacción en mi mente distinta a la que Él esperaba, mientras acerca un bidón oxidado y hace una pequeña hoguera. Medito con mis demonios los pros y pros que tiene hacerlo, teniendo en cuenta que no sobreviviré más de unos días aquí en el mundo, así que me levanto y le clavó el cuchillo en el cuello. Él me mira sorprendido, como si quisiera entender qué pasa y por qué le hago eso, y solo pudiera responder a una de esas preguntas, mientras va cayendo al suelo lentamente. Primero de rodillas, luego a cuatro patas y, al final, muerto. Me quedo de pie delante del cadáver, extrañamente vivo por lo sucedido, intentando asimilar lo que acaba de pasar, pero sin dejar de sonreír ante el trozo de desperdicios humanos que yace ante mí. Miro como la sangre baja del cuchillo y se acumula en mis dedos, y siento que es como una especie de apretón de manos simbólico, en el que los dos nos presentamos como realmente somos. Empuño el arma una vez más, tentado por probar otro pecado más antes de morir, y le corto un par de filetes antes de que la carne empiece a descomponerse. Siempre había querido probar cómo sabe la carne humana y siempre me habían criticado por ello, como si asesinar a un animal no fuera igualmente cruel e inhumano. Ahora por fin tengo la oportunidad de hacerlo, sin que nadie me mire mal (excepto el cadáver dueño del manjar, claro) y sin pensar en absurdas consecuencias. Caliento los filetes en un par de varillas que encuentro por ahí y me las como, cómo un puto salvaje asombrado por la exquisitez de la carne de despojo. Después del banquete me tumbo al lado del fuego, al calor, y me pongo a esperar. Esperar que pasen las horas, los días, la vida. Esperar a que el fuego se apague y me deje solo una vez más, como preludio de lo que pasará con el fuego que alimenta mi alma. El tiempo pasa, el frío se hace con el control de mi cuerpo, mi cerebro poco a poco se apaga, mis sentidos empiezan a confundirse. Se acerca. Por fin, después de tanto tiempo. Está aquí...

Y lo único que tengo que hacer, es, dejarme llevar...

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