"¡Pota va!" se oyó una vez más en uno de los rincones del puerto, mientras los tropezones se estrellaban estrepitosamente contra el suelo, salpicando unos zapatos zarrapastrosos ya de por sí muy carcomidos por antiguas batallas con el alcohol. La gente, asustada, se volvió hacia Él. Algún empanau confundió el ruido con una ejecución pública y empezó a correr (o a correrse) como un adolescente con el Diablo entre las piernas. La gente de bien lo miraba con una mezcla de asco-pena horrible: asco por ser siempre el mismo borrachuzo pendenciero dando el cante y pena por que por la pinta que tenía debía estar vomitando los últimos trozos del hígado antes de reventar. Pero a Él se la sudaba. Ni existían. Solo era gente rica, gente normal asquerosa, bastardos con dinero y clase pero sin cerebro. Era un odio recíproco y acordado de antelación.
"Bah, que se jodan", pensó, mientras masticaba uno de los sabrosos tropezones, al tiempo que se erguía y se subía esos pantalones sucios y agujereados, tapando su frondoso bosque de coral custodiado por una arrugada anguila eléctrica sin batería y su negro cráter marino que expulsa y absorbe porquería por igual. Se dirigió hacia el mar. "Lo mejor para la resaca, un buen viaje en txalupa, botella en mano mientras alguien me la chupa", murmuró entre dientes y reunió a su desastrosa tripulación. Se metió en su cuartel de mando, también conocida como "La Pocilga" y se abrió una botella de aguardiente casero mientras se tiraba en la cama.
Ese era su secreto para ser un buen capitán. Tenía una mentalidad avanzada a su época. Mientras la mayoría de bribones seguía la ancestral tradición de llevar las riendas del barco con una mano y con la otra un barril de licor, y entre ellas una cogorza del carajo, Él prefería dejar esa labor en las manos callosas y pajilleras de alguien más cualificado, para poder pasar así el tiempo en la cama bebiendo y yaciendo con hermosas mujeres infectadas seducidas con promesas falsas de tesoros inexistentes.
El ruido que sacaban las olas al chocar contra el barco era casi tan relajante para el muy bastardo como vaciar su escroto en los pechos de una bella mujer. Ya casi ni se acordaba de la resaca, el placer empezaba a hacerle sombra. Por desgracia, justo en el punto álgido de insertar su mástil en la cubierta trasera de una (des)afortunada filibustera, sintió como lo estremecían unos ruidos y chillidos extraños. Acojonadizo como era, salió al exterior enseguida para ver que pasaba, sin tiempo de guardarse la chorra siquiera. Una enorme bola de cañón cruzó por encima de su cabeza reventando el mástil central (el del barco, no el suyo), mientras la bandera de su barco caía lentamente sobre su cráneo. Y así, como una vieja con mantillo, observó como su tripulación era masacrada por otros piratas mucho más feroces y sanguinarios. Algunos intentaban escapar tirandose al mar, pero no lo conseguían, pues eran alcanzados al final y solo lograban llegar al agua bifurcados y aniquilados. Otros más dignos intentaban hacerles frente inutilmente, ya que caían muertos de todas formas. El fuego había empezado además a hacer del barco su presa, extendiéndose poco a poco por todos los lados.
"¿Y qué hizo nuestro héroe?" os preguntaréis. Pues lo que se esperaba de Él. Se escondió en su camarote al grito de "¡estamos jodidos!" y se escondió en un barril vació, sin acordarse de que en cuestión de segundos sería devorado por el fuego. Y así murió, como el auténtico pringau que era.
Relato para el concurso "El pirata" de El Círculo de Escritores